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Primera meditación de la Congregación General de Cardenales_Ab. Donato Ogliari, O.S.B. (Sala del Sínodo, 29 de abril de 2025)

 

MEDITACIÓN A LA CONGREGACIÓN GENERAL DE CARDENALES

Sala del Sínodo – 29 de abril de 2025

Ab. Donato Ogliari O.S.B.

Al despedirse de los ancianos de Éfeso, a quienes no volvería a ver, el apóstol Pablo dijo: «Ahora os encomiendo a Dios y a la palabra de su gracia, que tiene poder para edificar y conceder la herencia entre todos los que son santificados por él» (Hch 20,32). Me gusta pensar que el papa Francisco también os ha reservado estas palabras antes de regresar al Padre.

En este momento tan especial para la Iglesia, queremos encomendarnos a la gracia y a la fuerza de la Palabra de Dios y dejarnos guiar e iluminar concretamente por ella, a partir de la doble vestimenta de la liturgia de hoy. Por un lado, tenemos el pasaje evangélico de este día, martes de la segunda semana de Pascua, que recoge parte del diálogo nocturno entre Jesús y Nicodemo (cf. Jn 3,7-15). Por otro lado, al menos en Italia y en Europa, tenemos la página evangélica de la fiesta de Santa Catalina de Siena, patrona de Italia y de Europa y doctora de la Iglesia, aquella que solía dirigirse al Papa con la tierna expresión: «dulce Cristo en la tierra». Para esta fiesta, la Iglesia nos hace proclamar el pasaje evangélico que contiene la «alabanza» que Jesús dirige al Padre por haber revelado los misterios del Reino a los pequeños, y no a los doctos y sabios de este mundo (cf. Mt 11,25-30).

LA CENTRALIDAD DE CRISTO JESÚS

A partir precisamente de este pasaje evangélico, deseo detenerme en las palabras de Jesús: «Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré» (Mt 11,28). Pongámonos idealmente en el lugar de los «pequeños» a los que se refiere el Evangelio, y sintamos como dirigida a nosotros la invitación de Jesús: «Vengan a mí», invitación con la que se propone de manera inequívoca no solo como el «camino» (cf. Jn 14,6), sino también como la «meta» a la que aspirar. Nosotros, venerados Padres, no somos más que peregrinantes in spem, peregrinos en camino hacia «Cristo Jesús, nuestra esperanza» (1 Tm 1,1).

A esta invitación de Jesús es espontáneo asociar las palabras claras y desarmantes pronunciadas por el apóstol Pedro después del discurso del Señor sobre el pan de vida, discurso que, por su dureza, había provocado el abandono de muchos discípulos. A la pregunta de Jesús a los Doce: «¿También ustedes quieren irse?», Pedro, en nombre de todos, responde: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,67-69).

En un momento tan cargado de consecuencias para la Iglesia, como el de la elección del Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, las palabras de Jesús: «Vengan a mí todos», a las que se hace eco la pregunta retórica de Pedro: «Señor, ¿a quién iremos?», resuenan como una invitación apremiante a recomponer cada movimiento de su alma, de su mente, de su corazón y de su vida en torno a la persona de Jesús y a la luz gozosa de su Evangelio.

En el corazón de la sabiduría que la Iglesia ha acumulado a lo largo de los siglos; en el centro de las normas que necesita para afrontar unida las vicisitudes de la historia; en su ser «experta en humanidad» (rerum humanarum peritissima) —como afirmaba san Pablo VI (Populorum progressio, n. 13)—, siempre está la persona de Jesús, el Hijo de Dios hecho carne, muerto y resucitado para nuestra salvación. Es Él a quien la Iglesia está llamada a anunciar y a dar testimonio al mundo. Si en el centro de la misión de la Iglesia no estuviera Él, Cristo, que «es el mismo ayer y hoy y lo será para siempre» (Hb 13,8), no sería más que una institución fría y estéril, privada de ese fuego sagrado que arde, calienta e ilumina, y que le proviene de su Señor. Lo que estoy diciendo les parecerá obvio y evidente, y, sin embargo, creo que no es inútil recordarlo, porque volver a situarnos cada día en esta certeza de nuestra fe nos preserva del riesgo de ser fagocitados por las sugerencias y los halagos del mundo, por las fáciles vías de escape que nos ofrece y que tienen como consecuencia inevitable la alteración de la fuerza vital y profética del Evangelio de Jesús. Sí, siempre necesitamos «respirar a Cristo» (san Antonio Abad), porque él «lo es todo para nosotros» (san Ambrosio), y solo en su abrazo y en la luz de su Espíritu la Iglesia encontrará la fuerza necesaria para continuar su obra de salvación a lo largo de los caminos del tiempo y de la historia. Que Cristo sea, pues, la estrella polar y al mismo tiempo la brújula de sus expectativas, de sus encuentros, de sus diálogos, de las decisiones que serán llamados a tomar.

MANSEDUMBRE Y HUMILDAD

En su «alabanza» al Padre, Jesús nos dice también lo que debemos aprender de él: «Aprendan de mí —dice—, que soy paciente y humilde de corazón» (Mt 11,29). Como es sabido, en el lenguaje bíblico el corazón representa la realidad íntima de una persona, y es precisamente esto lo que Jesús quiere compartir con nosotros: su realidad más íntima, la comunión con el Padre y su amor por los seres humanos. De hecho, al definirse «paciente y humilde de corazón», no se limita a afirmar que se distancia de las actitudes de arrogancia, dureza y autoritarismo, sino que alude a una verdadera forma de estar ante Dios y ante los seres humanos: ante Dios, con una actitud de confianza, docilidad y obediencia; ante los seres humanos, con una actitud de acogida, compasión, disponibilidad al perdón y al servicio. El hecho de que Jesús invite a «aprender» de él significa que la mansedumbre y la humildad no pertenecen al ser humano de manera natural. Instintivamente, de hecho, seríamos más propensos a la soberbia y la arrogancia que a la mansedumbre y la humildad. Y puesto que la Iglesia está llamada a mostrar al mundo el rostro de su Señor, debe dejarse evangelizar cada día para aprender cada vez más y mejor lo que significa ser en el mundo el rostro manso, humilde y compasivo de Jesús. En definitiva, la Iglesia arraigada en Cristo es una Iglesia capaz de encarnarse en la historia y atravesarla con confianza en compañía de su Señor, no conformándose a los criterios mundanos de poder y dominio, sino modelándose según los de la mansedumbre y la humildad, el amor misericordioso y compasivo que Jesús encarnó en su vida terrenal. La Iglesia arraigada en Cristo es una Iglesia abierta, valiente y profética, que aborrece las palabras y los gestos violentos, que sabe hacerse voz de los que no tienen voz y que, si es necesario, sabe ser también una voz fuera del coro para indicar con obstinación los caminos de la justicia, la fraternidad y la paz. La Iglesia arraigada en Cristo es una Iglesia que es maestra de fraternidad, enseñada con palabras y gestos marcados por el respeto mutuo, el diálogo, la cultura del encuentro y la construcción de puentes y no de muros, como siempre nos ha invitado a hacer el papa Francisco. La Iglesia arraigada en Cristo es una Iglesia madre, no madrastra, que sabe cuidar y alimentar a sus hijos e hijas, anclándolos en la esperanza que no defrauda, el amor de Dios derramado en nuestros corazones (cf. Rom 5,5). La Iglesia arraigada en Cristo es una Iglesia que huye de la autorreferencialidad y sabe traspasar sus propios límites para llegar también a aquellos hermanos y hermanas en la humanidad que no forman parte de ella y que experimentan la falta de sentido de la vida o están marcados por el estigma de la marginación y la exclusión. A este respecto, como es sabido, el papa Francisco ha vuelto a situar en el centro de la mirada de la Iglesia a todos aquellos que nuestras sociedades opulentas y egoístas consideran descartados, es decir, los pobres, los desheredados, los últimos, desarrollando —a partir de la Evangelii gaudium— dos perspectivas complementarias: por un lado, la denuncia de las causas estructurales de la pobreza, debidas al contexto económico y social; por otro, la introducción de una perspectiva teológica, gracias a la cual los pobres ya no son considerados únicamente a la luz de un enfoque sociocultural e histórico —como marginados, precisamente—, sino que se incluyen en una categoría teológica. En otras palabras, la pobreza, antes que ser un problema sociológico y ético, es una cuestión que atañe a la doctrina (EG, n. 198). Creo que este cambio de acento aún debe comprenderse en toda su dimensión, también porque exige una «nueva mentalidad que piense en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos» (EG, n. 188). Estoy seguro, sin embargo, de que la Iglesia no dejará de mantener los ojos y el corazón abiertos a los últimos de la tierra, la carne viva de Cristo en el mundo, haciendo suyas «las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de hoy, de los pobres sobre todo y de todos los que sufren» (GS, Proemio 1), ¡y sin dejar de soñar incluso lo que parece imposible!

LA LIBERTAD DEL ESPÍRITU

De la otra página evangélica, la del martes de la segunda semana de Pascua —página que, como decíamos, describe el encuentro nocturno de Jesús con Nicodemo—, quisiera retener la siguiente afirmación de Jesús: «El viento sopla donde quiere y se oye su voz, pero no se sabe de dónde viene ni adónde va: lo mismo sucede en todo el que ha nacido del Espíritu» (Jn 3,8). En vista de la tarea que los espera, me parece que esta es una palabra que hay que acoger en profundidad y sobre la que hay que detenerse en la meditación y en la oración. El evangelista Juan utiliza el término Espíritu (pneuma) tanto en sentido teológico (el Espíritu como potencia divina generadora) como en sentido antropológico (la nueva existencia generada por el Espíritu). Por un lado, está el Espíritu invisible e indeterminable (como el viento, precisamente), y por otro, los efectos que produce en la vida del ser humano, que están a la vista de todos y pueden percibirse en su objetividad real. Junto a esta doble generación por parte del Espíritu, está el renacimiento, al que Nicodemo había aludido anteriormente. Este renacimiento recuerda la importancia de empezar de nuevo, es decir, la importancia de un proceso continuo de conversión, proceso que le corresponde al ser humano poner en práctica. Nos corresponde a nosotros, es decir, hacernos vulnerables a las exhortaciones del Espíritu y revisar o sanar, a su luz, nuestros criterios de evaluación, para evitar instrumentalizar los signos de Dios e interpretarlos doblándolos a nuestras preconcepciones. En vista de la grave tarea a la que están llamados, la de elegir al nuevo Papa, los invito a someterse al escrutinio del Espíritu para que, acogido dócilmente en sus corazones y en sus mentes, les ayude a renacer, es decir, a purificar todo lo que no coincide —como diría el apóstol Pablo— con el pensamiento de Cristo (1 Cor 2,16b).

LA «SALA EN EL PISO DE ARRIBA»

Con la imagen del viento del Espíritu que sopla donde quiere, quisiera ahora que dirigiésemos nuestra mirada a la «sala al piso de arriba» (cf. Hch 1,13; Mc 14,1; Lc 22,11-12), es decir, aquel lugar de Jerusalén en el que se consumieron algunos momentos fundamentales de la vida de Jesús y de la Iglesia. Como sabemos, en efecto, en esa sala tuvo lugar la institución de la Eucaristía durante la Última Cena de Jesús con los suyos (de ahí el nombre de «Cenáculo»); allí se apareció Jesús resucitado a los suyos; allí los discípulos, también después de la muerte de Jesús, continuaron reuniéndose «íntimamente unidos , se dedicaban a la oración» (Hch 1,14); allí, finalmente, tuvo lugar la efusión del Espíritu Santo, efusión que rompió los sellos del miedo, abriendo de par en par y proyectando la Iglesia naciente sobre el mundo entero. En la «sala en el piso de arriba» se cruzan, pues, de manera especial el mundo de Dios y el de los seres humanos, los apóstoles de Jesús, exaltando las dimensiones de la comunión y de la misión, sobre las que quisiera ahora llamar la atención. En el «cenáculo», la Iglesia naciente se descubre como comunidad reunida en torno a Cristo, que en la Última Cena con los suyos anticipa en la Eucaristía el don que poco después hará de sí mismo en el Calvario. Allí, la Iglesia querida por Jesús comienza a configurarse —por decirlo con las palabras de la Carta a los Efesios— como un cuerpo «bien coordinado y unido, en el que todo encaja y se apoya, y cada miembro, según su función, contribuye a la construcción del cuerpo en la caridad» (Ef 4,16). 5 Sobre todo parece que la comunión que el Espíritu Santo edifica en la comunidad de los creyentes no es fruto de una uniformidad plana y rígida. Al contrario, como describirá también el apóstol Pablo en el apólogo del cuerpo (cf. 1 Cor 12,12 ss.), la unidad y la comunión que la Iglesia está llamada a vivir son una unidad plural y una comunión diversificada. En ellas, es decir, la alteridad no representa la antesala de personalismos y polarizaciones, sino que se ve como una posibilidad de confronto respetuoso y dialógico, de búsqueda de caminos creativos que recorrer juntos «para hacer de la Iglesia —como ya decía san Juan Pablo II— la casa y la escuela de la comunión» (NMI, n. 43). Sin embargo, no cabe duda de que la comunión sigue siendo uno de los grandes retos de la Iglesia, hoy como ayer; un desafío que debemos afrontar —tanto ad intra como ad extra— «si queremos ser fieles al designio de Dios y responder a las profundas esperanzas del mundo» (ibíd.). En esta perspectiva, siento la necesidad de decir algunas palabras sobre el «camino sinodal» emprendido por la Iglesia universal. Es indudable que, junto a algunas perplejidades o estancamientos, ha producido llamas de participación y renovación en todos los rincones del mundo. Creo que esto es un claro signo de los tiempos, una acción del Espíritu que nos invita a promover, ante todo, una unión fecunda entre la línea jerárquico-institucional y la representada por los christifideles laici, de modo que cada bautizado pueda aportar su contribución a la edificación de una Iglesia-Koinonia. Esta, lejos de encerrarse en sí misma, está llamada a ser —según una bella expresión atribuida a san Juan XXIII— la «fuente del pueblo», es decir, el lugar donde todos los hombres de buena voluntad puedan encontrar, si no un arraigo en la fe, al menos una palabra viva y fresca que dé sentido e ilumine su camino. Sin embargo, no puede pasar desapercibido el hecho de que hoy en día la eclesiología de comunión y el sentido del «nosotros» eclesial se ven sometidos a una dura prueba. Un individualismo imperante ha impregnado casi todos los ámbitos de la vida cotidiana, en la que los tiempos y las actividades giran principalmente en torno al «yo», con un inevitable empobrecimiento de las relaciones interpersonales significativas. Y esto ha tenido un impacto también en la vida de la Iglesia. Precisamente por esta razón, profundizar en el proceso o camino sinodal —que apunta a revitalizar la comunión y la participación dentro del cuerpo eclesial— puede hacer más eficaz la misión misma de la Iglesia en los diversos ámbitos de la sociedad, gracias al círculo virtuoso que se crea entre comunión, participación y misión.

En el fondo, podríamos entender el camino o proceso sinodal como una revitalización del cristianismo entendido como «camino», tal y como lo percibían las primeras comunidades cristianas, esbozadas en los Hechos de los Apóstoles (cf. 9,2; 19,9.23; 22,4; 24,14.22), que vivían su fe cristiana como una forma de seguir a Jesús y dar testimonio de él al mundo. A este punto, sin embargo, no podemos dejar de recordar que la búsqueda de la comunión y la participación, vivida en su íntimo vínculo con la misión de la Iglesia en el mundo, requiere como presupuesto un proceso constante y no fácil de conversión del «yo» al «nosotros», que toque profundamente el tejido humano y espiritual de nuestra existencia. Esto implica, de hecho, recorrer el camino, aunque sea difícil, que conduce al «hombre oculto del corazón (o kruptòs tês kardías ánthropos)» (1 P 3,4), donde reside nuestro «yo» auténtico, aquel que, sustraído al culto idólatra de la imagen y de lo efímero, estamos llamados a invertir por el bien de la Iglesia y del mundo, caminando juntos con nuestros hermanos y hermanas a la luz del Evangelio.

LOS DESAFÍOS DE LA IGLESIA EN EL MUNDO

Volvamos ahora a la «sala del piso de arriba». Que la comunión está al servicio de la misión lo confirma claramente la efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles. Ellos —como comenta el evangelista Lucas— «estaban todos reunidos en el mismo lugar» (Hch 2,1), anotación de la que deducimos primero que el Espíritu Santo actúa en un contexto de comunión, y que es de ese contexto de donde nace la misión. El anuncio hecho por los apóstoles fuera del Cenáculo, el día de Pentecostés, adquiere, de hecho, una connotación misionera y universalista precisa. Es un anuncio que, desde el principio, no conoce barreras de ningún tipo.

Es evidente que, en el cambio de época que estamos viviendo, la misión de la Iglesia debe afrontar numerosos desafíos, en parte inéditos, presentes en la escena mundial.

Pensemos, por ejemplo, en el cambio antropológico, que afecta profundamente a la concepción del ser humano, y en la consiguiente intensificación y problemática de los nudos éticos y morales que se presentan. Pensemos en el trastorno de las reglas que sustentan la coexistencia entre los pueblos y en las opresiones, luchas y guerras fratricidas que se derivan de ello. Pensemos en el surgimiento de democracias posdemocráticas y en la propagación de autocracias y nacionalismos que trastornan el orden mundial. Pensemos en el surgimiento de liberalismos poscapitalistas que, basados en el puro lucro, no tienen en cuenta la dignidad de la persona humana. Pensemos en la devastación de la creación, nuestra «casa común». Pensemos en el impacto que el avance de las tecnociencias está teniendo en la vida de las personas y en la inquietante perspectiva de que algún día podamos convertirnos en esclavos de la inteligencia artificial. Pensemos en el fenómeno mundial de la migración y en la incapacidad de la política para encontrar soluciones que respeten el principio sagrado de la acogida, la solidaridad y la inclusión. Pensemos en la secularización omnipresente e invasiva que, al menos en las sociedades occidentales, corre el riesgo de hacer desaparecer a Dios del horizonte existencial de muchos, en nombre de una espiritualidad vaga y autodidacta. Pensemos en la concepción exclusivamente técnico-funcional de la vida, donde predomina el utilitarismo y el consiguiente desinterés por el significado que hay que dar a la historia y a nuestro destino.

Estos y muchos otros retos se plantean a la Iglesia, que está llamada a afrontarlos con franqueza y parresía, sostenida por un sano discernimiento que la lleve a encontrar modalidades que hagan eficaz su acción en los puntos críticos que está experimentando la sociedad en rápida transformación.

En particular, creo que el camino del diálogo, en el que la Iglesia está comprometida desde hace tiempo y que el papa Francisco ha intensificado en todos los frentes, debe ser perseguido sin miedo. Este es un elemento constitutivo de la misión de la Iglesia, llamad a ir hacia todos y a reconocer en cada hombre y en cada mujer la tierra familiar de Dios.

¿Qué decir, luego, de los desafíos que, aunque también tienen repercusiones sociales, son más propios de la vida interna de la Iglesia y de su organización? Para empezar, se ha avanzado mucho en la toma de conciencia de la existencia en su seno de esa llaga purulenta que representan los abusos sexuales, llaga por la que se ha pedido perdón y para la que se han puesto en marcha remedios adecuados para erradicarla.

Pero en la Iglesia se respira una desorientación generalizada también en otros ámbitos de su vida. Pensemos, por ejemplo, en la preocupación derivada de la escasez de vocaciones sacerdotales y religiosas; pensemos en la ardua búsqueda de nuevos lenguajes y enfoques pastorales que hablen eficazmente al ser humano de hoy; pensemos en el replanteamiento del modelo « parroquia», al papel de la mujer en la Iglesia; pensemos en el riesgo siempre latente del clericalismo, de la burocratización del ministerio presbiteral, pero también del hiperactivismo que ahoga la vida espiritual y seca el pozo de la oración.

También aquí se podría continuar con la lista de las críticas que atraviesan el camino de la Iglesia, pero no es mi intención redactar un cahier de doléance, y mucho menos abandonarnos a una estéril autocompasión. También porque no hay que olvidar —y esto nos reconforta y nos anima a caminar con paso firme por las vías del Evangelio— el inmenso bien que la Iglesia realiza en todas las latitudes. Sobre todo, ¿cómo no sentirse edificados por el ejemplo de tantos hermanos y hermanas que viven en lugares del planeta donde profesar la fe cristiana supone el ostracismo o incluso la muerte?

¡Todo ello es un signo de que la presencia viva del Resucitado no deja de acompañar a su Iglesia por los caminos tortuosos y zigzagueantes de la historia! Pero es también un signo de que, en un mundo aparentemente distraído, indiferente, lleno de egoísmo y contradicciones, no falta el hambre de autenticidad, de belleza, de bondad, de verdad. Y la Iglesia quiere ir al encuentro de estas expectativas, caminando junto a la humanidad, acompañándola hacia el futuro con la esperanza en el corazón.

LA IGLESIA COMO «TALLER»: WORK IN PROGRESS

Junto a las metáforas de la «casa» y la «escuela», evocadas anteriormente, me gustaría ofrecerles ahora otra metáfora o imagen que encontramos en el profeta Jeremías, la del taller del alfarero. Jeremías compara a Dios con el alfarero que tiene en sus manos la arcilla para modelarla: «He aquí —escribe el profeta—, como la arcilla está en manos del alfarero, así están ustedes en mis manos, casa de Israel» (Jer 18,6). Las manos del alfarero que trabajan la arcilla pretenden dar forma a algo útil y funcional, pero, al mismo tiempo, también pretenden crear algo bello y significativo. Por eso, para alcanzar un resultado satisfactorio, las manos del alfarero saben convivir con la paciencia: «Si —escribe Jeremías— la vasija que estaba modelando le salía mal, como le sucede a la arcilla en manos del alfarero, él volvía a trabajarla y hacía otra, según le parecía bien» (Jer 18,4).

Volviendo a nosotros y al camino de la Iglesia, tanto ad intra como ad extra, la aceptación de la paciencia es lo que nos permite perseverar, no desanimarnos y no rendirnos ante los reveses y los fracasos. Es más, nos predispone a aprender también de nuestros errores, ayudándonos a considerarlos no como un punto muerto, del que no se puede sacar nada, sino como un punto desde el que se puede partir para construir algo más grande y más bello. Después de todo, como nos ha recordado el papa Francisco en la Bula de convocación del Año Santo, la paciencia tiene mucho que ver con la esperanza, porque además de ser hija de ella, es también quien la sostiene (cf. SnC, n. 4).

Por paradójico que pueda parecer, una Iglesia que sabe ser paciente es una Iglesia que sabe esperar; una Iglesia que reconoce los tiempos de la paciencia es una Iglesia apasionada por el futuro, por ese futuro desde el que Dios sigue viniendo a nuestro encuentro. Un futuro, sin embargo, que no es solo el que se hace presente, actual y luego pasa, sino aquel cuyas raíces se hunden firmemente en la eternidad de Dios.

El elemento distintivo de los cristianos —escribía Benedicto XVI en su carta encíclica Spe salvi— es precisamente el hecho de que ellos tienen un futuro: (…) saben que su vida, en conjunto, no acaba en el vacío. Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente. (…) La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva» (SS, n. 2)

 ¡Es la vida nueva que la Iglesia, luz y sal de la tierra, experimenta cada vez que, siguiendo a su Señor, se somete dócilmente a los rayos benéficos del Espíritu!

CONCLUSIÓN

A la luz de lo dicho, permítanme volver una vez más a la ya evocada «sala del piso de arriba». Me gusta imaginar que la Capilla Sixtina, en la que dentro de unos días se reunirán para elegir entre ustedes al Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, pueda transformarse precisamente en la «sala del piso de arriba» en la que, como en una Pentecostés renovada, pueda irrumpir el fuego del Espíritu Santo.

Aunque el lugar del «conclave» —como dice el término mismo— es un lugar cerrado con llave, en realidad estará abierto de par en par al mundo entero, si prevalece la libertad del Espíritu que, cuando toca los corazones y las mentes, rejuvenece, purifica, recrea.

Dejen, entonces, que la luz del Espíritu se cruce con su libertad; dejen que entre en diálogo con ustedes, con su mundo interior y, a través de ustedes, con ese mundo tan variado y universal del que son expresión; dejen que se insinúe en los pliegues de sus conversaciones, diálogos, confrontaciones; y dejen que encuentre también su lugar en las dinámicas, a veces dialécticas, que caracterizan a toda asamblea humana, y por tanto también a la suya. Dejen que sea realmente Él, el Espíritu Santo, el protagonista principal, que sea Él quien moldee sus corazones, encienda sus mentes e ilumine sus ojos para que puedan sentir, comprender y ver las maravillas que el Señor está a punto de realizar por el bien de su Iglesia y del mundo entero.

***

Agradeciéndoles su paciente escucha, les invito a confiar en Dios y en el poder y la gracia de su palabra, y en la intercesión de los santos Pedro y Pablo y de los santos pontífices que se han sucedido a lo largo de los siglos.

Los invito también a confiar en la intercesión de santa Catalina de Siena, de quien hoy, en Italia y en Europa, se celebra la fiesta litúrgica. Su total pertenencia a Cristo —al que llamaba «loco de amor»— y su valentía al anteponer el Evangelio a todo lo demás, sean para ustedes ejemplo y estímulo. Que les inspiren sobre todo sus incesantes esfuerzos por la reforma y la unidad de la Iglesia y por la paz, y su amor al Papa, por cuyo regreso a Roma desde el cautiverio de Aviñón se prodigó denodadamente. Aunque fue definida una dura amonestadora de los pontífices, por su lenguaje encendido y no exento de reprimendas y amenazas, su apego al Papa estaba impregnado de un tierno afecto. Para ella, en efecto, ¡el Papa era siempre y en todo caso el «dulce Cristo en la tierra»!

Los invito, finalmente, a confiar también en la Virgen María, a quien su Hijo y Señor nuestro Jesús quiso como Madre de la Iglesia. Que Ella los envuelva amorosamente con su manto maternal y los proteja en los días venideros. ¡Así sea!